La noche les cogió por sorpresa. La luna, ausente, escondida en algún lugar de su reino, espiando sin dejarse ver. Las estrellas, bailando sonrientes, en un cielo especialmente decorado para ellas.
Desde la frontera entre el sueño y lo real, se dejaron caer por un camino secreto, hasta un refugio junto al mar. Con el faro haciendo de carabina y el mar de cómplice, se enredaron en conversaciones triviales, mientras sus ojos conversaban aparte. Las manos, por cuenta ajena, exploraban nuevos horizontes, entre piel y cariño, dejando a un lado la timidez. Sonaba, como música de fondo, las risas que se desprendían, como frutas maduras, de sus palabras aleatorias.
El reloj perdido y olvidado en algún lugar. Ni tan siquiera se molestaron en rogarle que no marcara las horas. El mar, espejo de sus enredos, acariciando las rocas, al igual que las manos de él, reconociendo cualquier espacio de piel que ella les concediera, jugando con la calidez de algún beso fortuito.
Dado que ellos preguntaron por ella, la luna, dadivosa, se dejó ver, cálida y rojiza, colgada de una esquina del cielo, prodigando su magia. Pasaba por allí la brisa marina, traviesa, provocando que él se arrimara un poquito más a ella, y que ella se acurrucara, como quien no quiere la cosa, en el hueco de su pecho, dejándose mecer por el momento, mientras él acariciaba con el vértice de sus labios, la frontera de su cuello.
La noche se alargaba, y el peligro de perderse irremediablemente se hacía patente, así que optaron por volver a la realidad de sus vidas. Pero hay cosas que escapan de cadenas racionales. El camino, tramposo y aliado de aquel momento, les arrastró hasta un rincón donde el cielo les regalaba todas sus estrellas y un hermoso amanecer.
Con el escenario preparado y la música rompiendo silencios arduos, él se dejó abrazar, como si siempre hubiera ocupado el regazo de ella. Y ella acarició su cara, su pelo, sus labios, como si sus dedos ya hubieran recorrido ese sendero mil veces. Jugaron, se regalaron sonrisas, se miraron y en algún momento desprevenido, sus labios decidieron abrazarse, y en algún lugar la luna sonreía traviesa, mientras el cielo se volvía fuego.
Dejaron sus palabras triviales durmiendo, dejaron que fueran sus ojos los que hablaran, que sus manos se embrollaran, que sus labios se confesaran secretos. El reloj recordaba su presencia, el amanecer conquistaba terreno a las estrellas, pero ellos sólo prestaban atención a la distancia que separaba sus labios, a las confidencias entre piel y caricias, a mirarse y reconocerse para volver a besarse.
El tiempo ya no daba tregua, y fue preciso despedirse, y que difícil separarse cuando no hay parte en el alma ni en el cuerpo, que no desee otra cosa que seguir abrazándose...
El día, definitivamente ganó su batalla a la noche, y entre estrellas quedaron, guardados hasta su regreso, sus palabras, sus silencios, sus caricias y sus besos...
Besos y sed felices
viernes, junio 20, 2008
Noche Improvisada
jueves, junio 05, 2008
El afilador
Pasa el afilador por la calle. Es inconfundible. Hace sonar su armónica de plástico. Ese dato es suficiente para reconocerle, aún así, de vez en cuando se oye: “¡El afilador!... ¡Ya está aquí el afilador!”. Pero ya no es su voz la que grita ni su armónica la que suena. Es todo una grabación que se repite desde el cd del automóvil con el que se pasea ahora.
Recuerdo las mañanas de verano en la playa, cuando escuchaba al afilador pasar... Iba en una bicicleta a veces, otras, en una motocicleta, una italiana que ahora no me viene a la cabeza, de chasis rojo, y con la máquina de afilar en la parte trasera...
Recuerdo el sol, ya calentando a las diez de la mañana. Mi bikini rojo con rayas blancas unas veces, otra el azul. El desayuno en la mesa de la terraza, mis primos ya bajando a trotes por las escaleras, para ir a la playa, mi madre diciéndome: "acábate el desayuno o no irás a nadar". Y la armónica del afilador, de repente, mágica.
Siempre bajábamos a ver a aquel misterioso personaje, con su motocicleta roja y su armónica de plástico, de brillantes colores, con su barba de cuatro días y su pelo cano, y ese bigote que bailaba con el aire de su instrumento... Sonreía y enseñaba sus dientes amarillentos y el diente de oro brillando con el sol.
Las vecinas bajaban a la calle, cuchillos en mano, y él iba afilando, las chispas saltando de la máquina, mientras él les regalaba los oídos. De vez en cuando se quedaba solo y volvía a su música repetitiva, siempre la misma melodía con pequeñas variaciones. Luego se alejaba, pero su sonido seguía oyéndose durante un largo rato, hasta convertirse en parte de la banda sonora del día, como lo eran los cantos de las gaviotas o las olas rompiendo en las rocas del faro.
Hacía tiempo que no oía al Afilador pasar. Cada vez que oigo su armónica, recuerdo aquellos días de verano, el jazmín florecido en el frontal de la casa, trepando por sus paredes, las rosas, grandes como puños, junto al jazmín, las margaritas de la entrada, que siempre deshojábamos haciéndoles preguntas que sólo ellas podían contestar. Las pavías en el árbol de atrás, los nísperos, ya sin sus frutos, donde siempre trepábamos en busca de aventuras, inventando historias a imagen y semejanza de los libros de “Los cinco”, que siempre leíamos.
Recuerdo las mañanas de verano en la playa, cuando escuchaba al afilador pasar... Iba en una bicicleta a veces, otras, en una motocicleta, una italiana que ahora no me viene a la cabeza, de chasis rojo, y con la máquina de afilar en la parte trasera...
Recuerdo el sol, ya calentando a las diez de la mañana. Mi bikini rojo con rayas blancas unas veces, otra el azul. El desayuno en la mesa de la terraza, mis primos ya bajando a trotes por las escaleras, para ir a la playa, mi madre diciéndome: "acábate el desayuno o no irás a nadar". Y la armónica del afilador, de repente, mágica.
Siempre bajábamos a ver a aquel misterioso personaje, con su motocicleta roja y su armónica de plástico, de brillantes colores, con su barba de cuatro días y su pelo cano, y ese bigote que bailaba con el aire de su instrumento... Sonreía y enseñaba sus dientes amarillentos y el diente de oro brillando con el sol.
Las vecinas bajaban a la calle, cuchillos en mano, y él iba afilando, las chispas saltando de la máquina, mientras él les regalaba los oídos. De vez en cuando se quedaba solo y volvía a su música repetitiva, siempre la misma melodía con pequeñas variaciones. Luego se alejaba, pero su sonido seguía oyéndose durante un largo rato, hasta convertirse en parte de la banda sonora del día, como lo eran los cantos de las gaviotas o las olas rompiendo en las rocas del faro.
Hacía tiempo que no oía al Afilador pasar. Cada vez que oigo su armónica, recuerdo aquellos días de verano, el jazmín florecido en el frontal de la casa, trepando por sus paredes, las rosas, grandes como puños, junto al jazmín, las margaritas de la entrada, que siempre deshojábamos haciéndoles preguntas que sólo ellas podían contestar. Las pavías en el árbol de atrás, los nísperos, ya sin sus frutos, donde siempre trepábamos en busca de aventuras, inventando historias a imagen y semejanza de los libros de “Los cinco”, que siempre leíamos.
Les coques de dacsa, les mandonguilles para la paella y mi abuela riñéndonos por robárselas, mientras reía entre dientes; las cebollas en vinagre de la cocina, el aceite de oliva que picaba, mi abuelo, en la marquesina de delante, contando sus mil historias, las bicicletas, dando vueltas alrededor del chalé, las puertas de todas las casas abiertas, la escalera, con el ruido aflautado de sus peldaños, cuando alguien subía o bajaba. Los pies negros, de andar todo el día descalzos; la arena caliente y el mar, la bandera (verde, amarilla o roja) que subíamos a ver desde la terraza, para decidir si nos llevábamos o no la colchoneta. Mi padre mis tíos, y mis primos, yendo a las rocas con el equipo de buzo, los pulpos que un día trajeron y que a mí me asustaban con sus tentáculos (ya creía que iban a ser como los de Julio Verne en cualquier momento). El galán de la noche perfumando el atardecer, y el jazmín, otra vez, siempre, aquel jazmín... El verano tiene aroma de jazmín.
Besos y sed felices
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