jueves, noviembre 18, 2010

Maramar

Se dejaba llevar por el vaivén de las olas, alumbrándose con la luna, redonda, enorme y naranja, robándole estelas plateadas a un mar gris marengo. Miraba desde popa la ciudad con sus luces, ese espectáculo insólito que la costa ofrece en mitad de la noche. El puerto ya se empezaba a escuchar, los barcos besando tímidos los muelles a los que estaban amarrados, las gaviotas que ya empezaban a adormilarse. El suave oleaje chocando contra la escollera, contra las argollas de hierro forjado siglos atrás.

La luz del faro empezó a bañar la cubierta, subyugando el dulce haz que la luna brindaba. Y su pensamiento guió sus ojos hasta la torre desde la que el resplandor partía. Orgullosa, como quien se ha enfrentado mil veces contra el mar y le ha vencido. Imponente, sabia, antigua, los años la habían vuelto más paciente y más atrevida. Ya no ocultaba en su fachada de mármol curtido su desdén contra quien osaba hacer caso omiso a su luz de advertencia. Ni su risa cínica ante las tormentas que hacían zozobrar a los imprudentes. Ya le daba igual que alguien la viera sonreír entre cimientos cuando aquel barquito frágil en apariencia, se acercaba a sus pies de roca.

En su recuerdo, los ojos de ella refulgían con tal intensidad que trazaban un lazo tenso e irrompible hasta su corazón. Sentía, tan sólo con pensar su nombre, el amor como un fuego que irradiaba un calor inagotable desde lo más profundo de su alma. Sabía que ya su vida no era suya, si no de ella, y que ella era su vida.

Desde su barca casi podía escuchar los latidos del corazón de su amada, entreverados en el rayo de luz que el faro emitía. Sabía que ella estaría ahora mirándole llegar, desde la atalaya de su hogar, su faro, marcándole una estela de plata sobre el mar, para que él se deslizara hasta sus brazos.

Las olas canturreaban su nombre mientras besaban su barquita, meciéndola con mimo para llevarla a la costa. El tiempo parecía estancado, la luna miraba con descaro, las estrellas llenaban el cielo como diamantes de un precioso tapiz azabache. Era una noche perfecta, con aroma de mar en el aire, la brisa suave, noche cálida de principios de verano. Desde la playa llegaban ya a sus oídos música de timbales, flautas y guitarras, y ya podía ver bailando a las muchachas, festejando, como cada año, el solsticio de verano. Los mil fuegos daban un color rojizo a la costa y a las barcas que descansaban en la arena.

Por fin cruzó la entrada al puerto, dirigió su barca hasta el amarre, echó el ancla, lanzó un beso al aire y bajó a tierra, tras asegurarse de dejarla bien amarrada. Corrió descalzo por el muelle, hasta el brazo en el que estaba el faro, subió las escaleras con la urgencia de la pasión contenida, escuchando en el eco de sus pisadas, la risa pícara de la torre anciana.

Ella le esperaba, la piel apenas cubierta con una túnica de seda tan fina que dejaba entrever su piel canela. Su sonrisa era como la antesala de una promesa, sus ojos eran las lisonjas al viajero que trae buenas nuevas. Su piel desprendía aroma de madera y frutas exóticas, sus manos se adelantaron a sus pasos con la premura de hacer suyo el cuerpo del recién llegado, tanto tiempo esperado. No hicieron falta palabras que entorpecieran el momento, ni más obstáculos a sus besos ya por fin liberados de su letargo. Su túnica cayó sin previo aviso, dejando al descubierto el único continente que él quería descubrir y conquistar, ofreciéndole a su boca el manjar de sus pechos, tibios y tersos, como fruta fresca.

Se besaron, se comieron con los ojos y con las manos, repasaron con esmerada delicadeza cada milímetro de sus cuerpos, se revolvieron, se mezclaron hasta mudarse en la piel del otro, abandonaron sus cuerpos, viajaron a través del tiempo y el espacio, regresaron a su abrazo para encontrarse de nuevo, se hablaron sin palabras, pararon el tiempo con el latido de sus corazones, rozaron el límite del universo con la punta de sus pies, se volvieron agua y fuego, explotaron en una lluvia de cristales refulgentes, como polvo de estrellas, lloviendo sobre sí mismos. Cayeron exhaustos de pasión y empezaron de nuevo, componiendo una sinfonía de cariños y anhelos.

Hicieron el amor hasta el amanecer, se enlazaron compartiendo sueños y sonrisas, acunados por el leve arrullo del mar, arropados entre rayos de sol y salitre. Se entretuvieron en el refugio de su abrazo, parando el tiempo con sus caricias.

Con la promesa de su amor escrita en besos, las miradas entrelazadas, las manos murmurándose secretos, se dijeron adiós, mejor dicho, hasta luego. Él volvió a su cubierta, ella a su atalaya. El mar arrastró su barca con pereza, hacia otro puerto y la torre, pacientemente, extendió de nuevo su estela, como un augurio de su regreso, con la certeza de que el tiempo es breve si la dicha es buena.

Besos y sed felices