Hace días que espero que alguien me hable. Y hace días que el silencio reina. En realidad parece como si esa fuera una forma de hablar, mantenerse en silencio.
Supongo que el silencio dice más de lo que se puede pensar... El silencio es ausencia, cobardía, desinterés. O tal vez es no saber por donde empezar a desenmarañar el lío en el que uno se ha metido. Porque a veces hacemos algo de lo que acabamos por arrepentirnos y luego hay que saber salir airosos, encontrar la forma de que todo vuelva a su cauce. Y pedir perdón. Eso siempre es mucho más difícil. Admitir en voz alta el error cometido es peor que sufrirlo dentro. O no, para mi es peor llevarlo dentro. Me acaba quemando.
El silencio es un arma destructiva, una poderosa arma. Destruye esperanzas, ilusiones, sueños. Acaba con los nervios de quien espera a que se rompa, y se apodera con fuerza de quien no sabe romperlo. El silencio acaba por ser tan estruendoso que ensordece, que quema, que duele como si fueran mil gritos de hienas enloquecidas.
Sigo esperando a que se rompa el silencio, pero es tan grande que incluso supera la distancia, y hasta el amor, si alguna vez lo hubo. Tanto que hasta me está conquistando por momentos y tal vez sea yo la que acabe en silencio, y en silencio lentamente me diluya, como las nubes que si las miras fijamente parecen deshacerse. Porque el silencio es el primer paso del olvido, y en el olvido nada existe, ni siquiera existe el silencio. El silencio es la antesala del olvido. Y en el olvido, ni el dolor se queda, hasta el olvido parece huir del propio olvido. Como un agujero negro, absorbe todo, dejando vacío el corazón que un día estuvo lleno. Hasta el corazón desaparece y sólo queda el hueco.
Silencio.... Pasan los minutos, pero el silencio no. Sigue creciendo, y envuelve esta estancia, y mi alma. Va barriendo hasta la pena y la nostalgia, y se lleva con él los restos de esperanza.
Silencio que intento romper con las pulsaciones de mis dedos sobre el teclado, con las palabras que no salen de mi boca, y sin embargo pronuncio. Silencio que me vence, y contra el que lucho, silencio que no puede acallar el grito que llevo dentro, que cada día resuena más alto, batallando contra el silencio, en duelo mortal, enfrentados silencio y grito ambos perdedores y ganadores de una batalla sin sentido.. Ya nada lo tiene.
Silencio de amor perdido, silencio de lágrimas no caídas, silencio de espacios vacíos en el alma, de huecos donde antes hubo corazones, silencios de estancias desiertas, silencios como olvidos y olvidos de silencios repletos, silencio más grande que el propio silencio de su voz dormida, silencio que no podré romper... Silencio.
Besos y sed felices
viernes, junio 30, 2006
martes, junio 20, 2006
Física y Química
Después de tantos años estudiando ciencias, lo que más recuerdo de ese punto donde convergen física y química es una teoría relacionada con la conducción de los metales, que decía algo así como: “Si calentamos un átomo de un metal, los electrones de valencia se excitaran, hasta liberarse de sus enlaces, facilitando así la conductividad. Las deficiencias o huecos contribuyen al flujo de la electricidad, se dice que estos huecos transportan carga positiva”.
No sé por qué pero esto me recuerda las relaciones entre humanos… Así que sube la temperatura, y se facilita la conducción, los electrones se excitan y aparece la carga positiva. Pues más o menos lo mismo. ¿o no?
Tal vez no nos diferenciamos tanto de los átomos… Vale, los átomos en sí no tienen vida (algún químico igual podría enfadarse con esta afirmación) pero en el fondo hacen lo mismo que nosotros. En el verano y con el calor, nos volvemos más comunicativos, hay más “energía positiva” en el aire y se nos da mejor aquello de interrelacionarnos, y claro una cosa lleva a la otra y acabamos por excitarnos….
No me extraña que se hable de “química” cuando dos personas tienen buena comunicación, “feeling” . ¿Acaso no son como dos metales, que ante la temperatura o la luz (la de sus miradas, si nos ponemos cursis) dejan libres sus electrones de valencia, y así, libres de enlace, favorecen la conductividad, el acercamiento, y las cargas positivas?
¿Y cómo se atraen? Pues para eso tenemos la Ley de Newton: “Dos cuerpos se atraen con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa”. Ahí está, osea que en las distancias cortas la cosa se pone seria, claro, justo en ese punto los electrones también saltan más fácilmente de una órbita a otra ¿no?
Recuerdo a mi profesor de matemáticas de COU. Estaba empeñado en que todos somos números… Lo que nunca le pregunté es si números complejos o imaginarios. En fin, otro día hablamos sobre los problemas de relación de e, que no se integra, yo creo que por hoy daremos por acabada la clase…
Besos y sed felices
No sé por qué pero esto me recuerda las relaciones entre humanos… Así que sube la temperatura, y se facilita la conducción, los electrones se excitan y aparece la carga positiva. Pues más o menos lo mismo. ¿o no?
Tal vez no nos diferenciamos tanto de los átomos… Vale, los átomos en sí no tienen vida (algún químico igual podría enfadarse con esta afirmación) pero en el fondo hacen lo mismo que nosotros. En el verano y con el calor, nos volvemos más comunicativos, hay más “energía positiva” en el aire y se nos da mejor aquello de interrelacionarnos, y claro una cosa lleva a la otra y acabamos por excitarnos….
No me extraña que se hable de “química” cuando dos personas tienen buena comunicación, “feeling” . ¿Acaso no son como dos metales, que ante la temperatura o la luz (la de sus miradas, si nos ponemos cursis) dejan libres sus electrones de valencia, y así, libres de enlace, favorecen la conductividad, el acercamiento, y las cargas positivas?
¿Y cómo se atraen? Pues para eso tenemos la Ley de Newton: “Dos cuerpos se atraen con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa”. Ahí está, osea que en las distancias cortas la cosa se pone seria, claro, justo en ese punto los electrones también saltan más fácilmente de una órbita a otra ¿no?
Recuerdo a mi profesor de matemáticas de COU. Estaba empeñado en que todos somos números… Lo que nunca le pregunté es si números complejos o imaginarios. En fin, otro día hablamos sobre los problemas de relación de e, que no se integra, yo creo que por hoy daremos por acabada la clase…
Besos y sed felices
jueves, junio 08, 2006
Fem una tomaqueta??
Con la llegada del verano, llegan los recuerdos de veranos pasados. Yo recuerdo mi infancia, cuando al llegar el verano, íbamos un tiempo a la casa de la playa. Se trata de una casa familiar, formada por una vivienda en la planta baja y cuatro apartamentos distribuidos en dos pisos. La planta baja es de mis abuelos, mientras que cada uno de los apartamentos pertenece a cada uno de los cuatro hijos de mis abuelos, es decir, a mi padre y a sus tres hermanos.
Al llegar el verano, mis abuelos dejaban la vivienda invernal para trasladarse a la playa, y con ellos, iban llegando poco a poco, el resto de la familia. Se llenaba entonces la casa de risas, olores de comida, puertas siempre abiertas a todos, niños que correteaban escaleras abajo y arriba, y bicicletas aparcadas en el patio trasero. Mi abuela, siempre atareada, preparaba en la cocina de afuera "pebres farcits" y todo se llenaba con el olor a pimiento asado. Que ricos estaban. Cuando los hacía, los nietos y algunos "mayores" bajábamos a comer con los iaios. Y en aquella gran mesa nos juntábamos a degustar los pimientos, rellenos de arroz y atún negro en salazón, mientras mi abuelo contaba sus historias, y mi abuela sonreía, yo creo que le alimentaba más nuestra presencia que los pimientos.
Otras veces, en cambio, preparaba coques de dacsa. Eso era toda una fiesta. Creo que no hay nadie en mi familia a quien no le gustaran. Cuando las hacía, siempre aparecíamos alguno de nosotros por la cocina, entonces nos daba un trocito de masa, y jugábamos con ella, como si fuera plastelina. Recuerdo que alguna vez quise que se cocinara mi masa, pero sutilmente mi madre, o alguna tía, o tal vez mi abuela conseguían tirarla a la basura sin que yo me diera cuenta. Era lo más recomendable, dado el color parduzco que acababa tomando la pobre masa, después de sobeteos continuos de manos infantiles no siempre limpias.
Los domingos solía mi abuela cocinar paella o fideua. Entonces nos reuníamos toda la familia y era cuando se entendía aquella enorme mesa de comedor. No cabía un alfiler. Somos una familia grande. 12 primos y 10 adultos. Era divertido ver preparar una paella de carne (como dios manda) a mi abuela. La hacía al estilo de su Oliva natal, con "pilotetes". Mientras las freía, siempre íbamos todos, adultos y niños, a robárselas. Ella fingía un terrible enfado, cargado de ofensa, pues la estábamos dejando sin pilotetes para la paella. Pero todo era un teatro bien ensayado, pues con los años he comprendido que mi abuela hacía más de la cuenta, esperando que se las robáramos, y claro, el robo sin sus regañinas, no era robo. En el fondo se reía, ahora lo sé, disfrutaba con aquel juego en el que nosotros eramos auténticos piratas en busca de un tesoro muy preciado.
Durante esas comidas familiares, siempre se acababa igual. Aquellas sandías riquísimas, de rayas verdes, que le regalaban a mi abuelo, repartidas entre todos, y mi abuelo cantando. Las risas impregnando el aire de felicidad, mis tios y mi padre acompañando a mi abuelo en esas canciones "de toda la vida" con letras picantonas y divertidas... Era el mejor momento de pedir la propina, pues siempre te daban más, embriagados de vino y alegría como estaban. Los más pequeños, propina en mano, salíamos lanzados por la puerta, cogíamos nuestras bicis, que en nuestra imaginación siempre eran briosos corceles, y nos ibamos a por un helado....
Los días de verano tenían su propio ritmo. Me levantaba pronto, nada más adivinar el sol a través de la ventana, saltaba de la cama y corría en busca de mis padres para instarles a levantarse y así ir a la playa.
Desayunábamos, nos poníamos bañadores y bikinis y nos íbamos a disfrutar del sol y del mar. Había días que mi padre, mis tios y mi abuelo iban a "fer cloxines". A veces también iba algún primo de los mayores. Entonces volvían con las cloxinas (mejillones de esta zona) recién pescados y hacíamos un aperitivo, un bermut antes de comer... Que buenas estaban.
Las tardes de verano transcurrían tranquilas... Mi abuela se sentaba en la marquesina de delante, con sus bobinas de hilo y su aguja de ganchicho, y hacía tapetes, colchas... A veces le preguntaba que hacía y me decía que me estaba haciendo un cubre para mi ajuar. Ahora en las noches de verano, yo me cubro con el trabajo artesano de mi abuela...
Mi abuelo se sentaba junto a ella. Uno de mis tios acostumbraba a bajar con su libro, el que estuviera leyendo en ese momento, y lo leía en su compañía. Alguna de las nueras le daban charla a mi abuela, que hablaba distraida mientras contaba los puntos de lo que tejía con paciencia. Mi abuelo solía contar sus historias, de cuando estuvo en la guerra y lo apresaron, o de cuando conoció a mi abuela, o de tantas y tantas cosas vividas. A mi me gustaba escucharlo. Mientras la tarde caía y el jazmín endulzaba la brisa fresca de levante, mi abuelo me narraba sus historias, o me explicaba alguna cosa de su trabajo. Era soldador y otras muchas cosas. Hacía remolques artesanos que siguen teniendo fama en esta zona. El me contaba como los soldaba, o me hablaba de la infancia de mi padre, y yo me reía.. Entonces, cuando el sol ya estaba apunto de esconderse tras el perfil del Montdúver, mi abuelo me miraba y me decía "Esther, fem una tomaqueta?" Y a mi se me encendían los ojos: Iba a la cocina, cogía uno de esos enormes tomates de huerta, una lata de atún, el abrelatas, un cuchillo, la sal y la aceitera con aceite de oliva de ese espeso y dorado, tan fuerte que pica en la garganta. Mi abuela normalmente se levantaba, refunfuñando aunque sé que le gustaba esa complicidad entre mi abuelo y yo, y me ayudaba a coger las cosas. Mi abuelo cortaba el tomate a rodajas, con infinita paciencia artesanal, abría la lata de atún, espolvoreaba sal gorda sobre las rodajas rojas y brillantes del tomate, y lo rocíaba de aceite, esparciendo después el atún. Después nos lo comíamos despacio, saboreando cada bocado, de aquel tomate que sabía a tomate, mientras mi abuela nos lanzaba miradas cómplices... y mi abuelo sonreía, y me miraba y me decía "està bo, eh?" y yo asentía, con la boca llena y el zumo resbalándome en la comisura de los labios. Y al acabar siempre pasaba lo mismo, yo miraba a mi abuelo y mi abuelo me miraba a mi y entonces me decía con cara de pillo: "fem una altra?"...
Besos y sed felices.
Al llegar el verano, mis abuelos dejaban la vivienda invernal para trasladarse a la playa, y con ellos, iban llegando poco a poco, el resto de la familia. Se llenaba entonces la casa de risas, olores de comida, puertas siempre abiertas a todos, niños que correteaban escaleras abajo y arriba, y bicicletas aparcadas en el patio trasero. Mi abuela, siempre atareada, preparaba en la cocina de afuera "pebres farcits" y todo se llenaba con el olor a pimiento asado. Que ricos estaban. Cuando los hacía, los nietos y algunos "mayores" bajábamos a comer con los iaios. Y en aquella gran mesa nos juntábamos a degustar los pimientos, rellenos de arroz y atún negro en salazón, mientras mi abuelo contaba sus historias, y mi abuela sonreía, yo creo que le alimentaba más nuestra presencia que los pimientos.
Otras veces, en cambio, preparaba coques de dacsa. Eso era toda una fiesta. Creo que no hay nadie en mi familia a quien no le gustaran. Cuando las hacía, siempre aparecíamos alguno de nosotros por la cocina, entonces nos daba un trocito de masa, y jugábamos con ella, como si fuera plastelina. Recuerdo que alguna vez quise que se cocinara mi masa, pero sutilmente mi madre, o alguna tía, o tal vez mi abuela conseguían tirarla a la basura sin que yo me diera cuenta. Era lo más recomendable, dado el color parduzco que acababa tomando la pobre masa, después de sobeteos continuos de manos infantiles no siempre limpias.
Los domingos solía mi abuela cocinar paella o fideua. Entonces nos reuníamos toda la familia y era cuando se entendía aquella enorme mesa de comedor. No cabía un alfiler. Somos una familia grande. 12 primos y 10 adultos. Era divertido ver preparar una paella de carne (como dios manda) a mi abuela. La hacía al estilo de su Oliva natal, con "pilotetes". Mientras las freía, siempre íbamos todos, adultos y niños, a robárselas. Ella fingía un terrible enfado, cargado de ofensa, pues la estábamos dejando sin pilotetes para la paella. Pero todo era un teatro bien ensayado, pues con los años he comprendido que mi abuela hacía más de la cuenta, esperando que se las robáramos, y claro, el robo sin sus regañinas, no era robo. En el fondo se reía, ahora lo sé, disfrutaba con aquel juego en el que nosotros eramos auténticos piratas en busca de un tesoro muy preciado.
Durante esas comidas familiares, siempre se acababa igual. Aquellas sandías riquísimas, de rayas verdes, que le regalaban a mi abuelo, repartidas entre todos, y mi abuelo cantando. Las risas impregnando el aire de felicidad, mis tios y mi padre acompañando a mi abuelo en esas canciones "de toda la vida" con letras picantonas y divertidas... Era el mejor momento de pedir la propina, pues siempre te daban más, embriagados de vino y alegría como estaban. Los más pequeños, propina en mano, salíamos lanzados por la puerta, cogíamos nuestras bicis, que en nuestra imaginación siempre eran briosos corceles, y nos ibamos a por un helado....
Los días de verano tenían su propio ritmo. Me levantaba pronto, nada más adivinar el sol a través de la ventana, saltaba de la cama y corría en busca de mis padres para instarles a levantarse y así ir a la playa.
Desayunábamos, nos poníamos bañadores y bikinis y nos íbamos a disfrutar del sol y del mar. Había días que mi padre, mis tios y mi abuelo iban a "fer cloxines". A veces también iba algún primo de los mayores. Entonces volvían con las cloxinas (mejillones de esta zona) recién pescados y hacíamos un aperitivo, un bermut antes de comer... Que buenas estaban.
Las tardes de verano transcurrían tranquilas... Mi abuela se sentaba en la marquesina de delante, con sus bobinas de hilo y su aguja de ganchicho, y hacía tapetes, colchas... A veces le preguntaba que hacía y me decía que me estaba haciendo un cubre para mi ajuar. Ahora en las noches de verano, yo me cubro con el trabajo artesano de mi abuela...
Mi abuelo se sentaba junto a ella. Uno de mis tios acostumbraba a bajar con su libro, el que estuviera leyendo en ese momento, y lo leía en su compañía. Alguna de las nueras le daban charla a mi abuela, que hablaba distraida mientras contaba los puntos de lo que tejía con paciencia. Mi abuelo solía contar sus historias, de cuando estuvo en la guerra y lo apresaron, o de cuando conoció a mi abuela, o de tantas y tantas cosas vividas. A mi me gustaba escucharlo. Mientras la tarde caía y el jazmín endulzaba la brisa fresca de levante, mi abuelo me narraba sus historias, o me explicaba alguna cosa de su trabajo. Era soldador y otras muchas cosas. Hacía remolques artesanos que siguen teniendo fama en esta zona. El me contaba como los soldaba, o me hablaba de la infancia de mi padre, y yo me reía.. Entonces, cuando el sol ya estaba apunto de esconderse tras el perfil del Montdúver, mi abuelo me miraba y me decía "Esther, fem una tomaqueta?" Y a mi se me encendían los ojos: Iba a la cocina, cogía uno de esos enormes tomates de huerta, una lata de atún, el abrelatas, un cuchillo, la sal y la aceitera con aceite de oliva de ese espeso y dorado, tan fuerte que pica en la garganta. Mi abuela normalmente se levantaba, refunfuñando aunque sé que le gustaba esa complicidad entre mi abuelo y yo, y me ayudaba a coger las cosas. Mi abuelo cortaba el tomate a rodajas, con infinita paciencia artesanal, abría la lata de atún, espolvoreaba sal gorda sobre las rodajas rojas y brillantes del tomate, y lo rocíaba de aceite, esparciendo después el atún. Después nos lo comíamos despacio, saboreando cada bocado, de aquel tomate que sabía a tomate, mientras mi abuela nos lanzaba miradas cómplices... y mi abuelo sonreía, y me miraba y me decía "està bo, eh?" y yo asentía, con la boca llena y el zumo resbalándome en la comisura de los labios. Y al acabar siempre pasaba lo mismo, yo miraba a mi abuelo y mi abuelo me miraba a mi y entonces me decía con cara de pillo: "fem una altra?"...
Besos y sed felices.
martes, junio 06, 2006
Tiempo de cerezas
La primavera es el tiempo de las fresas y las cerezas. A principios de marzo vemos las primeras frutas rojas en las fruterías y nuestros instintos se disparan...
Me encanta la fruta roja: grosellas, fresas, cerezas, frambuesas... Las grosellas son como disparos de un intenso ácido en tu boca. Explotan al morderlas y te llenan la boca con su sabor y su zumo, provocando escalofríos. Me encanta esa sensación y me gustan con cava, pero ese es un pequeño vicio, propio de mi lado más sibarita.
Las fresas no son tan ácidas, pero me encantan, sobretodo porque aparecen con los primeros días más largos, con el sol que ya calienta, con las primeras mangas cortas, y las camisas de mangas 3/4 . Alegran los zumos de naranja por la mañana, me ponen el punto dulce (sin exceso) después de la comida, acompañadas con yogurt o nata... Son mis compañeras fieles de largas tardes, ya sean mezcladas con leche en batidos naturales, con un poco de azúcar o simplemente lavadas, y antes de dormir no hay nada como una fresa rebozada en azúcar, aunque haya que volver a lavarse los dientes. Tienen las fresas su punto de glamour cuando se hacen acompañar de champagne o se mezclan entre sabores de cocktail y granadina. Y antes de que el verano salude ansioso por llegar con su calor, las fresas se despiden, dejándonos su sabor agridulce en el paladar....
Las frambuesas, junto con arándanos, moras y fresas silvestres, forman el grupo de las frutas del bosque, con sabores entre dulces y ácidos, con notas de colores desde el rojo al violáceo, llegando al negro, con aromas a misterio y magia.... Se pueden encontrar todo el año, si sabes donde y tienen su encanto, pues su sabor varía desde el dulce casi empalagoso al ácido, el tacto es aterciopelado en las frambuesas, suave, como sedoso en los arándanos, terso y un poco punzante en las moras, y áspero en las pequeñas fresas silvestres, tan diferentes de sus hermanas de cultivo.
Y las cerezas... las cerezas tienen algo especial. He podido comprobar últimamente que es la fruta favorita de quien no le gusta la fruta. Son tan humildes, tan seductoras en su sencillez, y sin embargo descaradas y atractivas con su piel tersa suave y de rojo brillante, como de charol, cambiando de tonalidad desde el más vivo bermellón hasta el granate casi negro. Y sin embargo su zumo es casi púrpura.
Las cerezas no van solas, suelen ir de dos en dos, como si no les gustara la soledad. Penden de las ramas como pendientes hermosos y al morderlas explotan en la boca, llenándola de su sabor ácido al mismo tiempo que dulce. Saben a bosque, a campo, a días largos, llenos de sol, al preludio del verano, a las fiestas de las cerezas que hacen en los valles donde se cultivan, a las sonrisas infantiles, a gratitud...
Este año he tenido suerte y podido disfrutar de las mejores cerezas que he comido nunca. No me han faltado durante toda la temporada, pero el verano llega, impasible, apenas sí quedan dos semanas para su llegada, y con él, las cerezas se despiden hasta el año que viene, dejando con su sabor, un reguero de sonrisas, de esos pequeños momentos dulces y ácidos, que la vida te da...
De repente se me ha ocurrido que tal vez la vida sea como un cerezo, lleno de flores blancas que al cabo del invierno se vuelven cerezas y nos llenan de sonrisas que se van con el calor que trae con él sandías dulces y acuosas, para volver al otoño anaranjado de mandarinas y clementinas y el invierno otra vez con sus flores, preludio de un nuevo tiempo de días largos y sonrisas de cereza y fresa...
Besos y sed felices.
Me encanta la fruta roja: grosellas, fresas, cerezas, frambuesas... Las grosellas son como disparos de un intenso ácido en tu boca. Explotan al morderlas y te llenan la boca con su sabor y su zumo, provocando escalofríos. Me encanta esa sensación y me gustan con cava, pero ese es un pequeño vicio, propio de mi lado más sibarita.
Las fresas no son tan ácidas, pero me encantan, sobretodo porque aparecen con los primeros días más largos, con el sol que ya calienta, con las primeras mangas cortas, y las camisas de mangas 3/4 . Alegran los zumos de naranja por la mañana, me ponen el punto dulce (sin exceso) después de la comida, acompañadas con yogurt o nata... Son mis compañeras fieles de largas tardes, ya sean mezcladas con leche en batidos naturales, con un poco de azúcar o simplemente lavadas, y antes de dormir no hay nada como una fresa rebozada en azúcar, aunque haya que volver a lavarse los dientes. Tienen las fresas su punto de glamour cuando se hacen acompañar de champagne o se mezclan entre sabores de cocktail y granadina. Y antes de que el verano salude ansioso por llegar con su calor, las fresas se despiden, dejándonos su sabor agridulce en el paladar....
Las frambuesas, junto con arándanos, moras y fresas silvestres, forman el grupo de las frutas del bosque, con sabores entre dulces y ácidos, con notas de colores desde el rojo al violáceo, llegando al negro, con aromas a misterio y magia.... Se pueden encontrar todo el año, si sabes donde y tienen su encanto, pues su sabor varía desde el dulce casi empalagoso al ácido, el tacto es aterciopelado en las frambuesas, suave, como sedoso en los arándanos, terso y un poco punzante en las moras, y áspero en las pequeñas fresas silvestres, tan diferentes de sus hermanas de cultivo.
Y las cerezas... las cerezas tienen algo especial. He podido comprobar últimamente que es la fruta favorita de quien no le gusta la fruta. Son tan humildes, tan seductoras en su sencillez, y sin embargo descaradas y atractivas con su piel tersa suave y de rojo brillante, como de charol, cambiando de tonalidad desde el más vivo bermellón hasta el granate casi negro. Y sin embargo su zumo es casi púrpura.
Las cerezas no van solas, suelen ir de dos en dos, como si no les gustara la soledad. Penden de las ramas como pendientes hermosos y al morderlas explotan en la boca, llenándola de su sabor ácido al mismo tiempo que dulce. Saben a bosque, a campo, a días largos, llenos de sol, al preludio del verano, a las fiestas de las cerezas que hacen en los valles donde se cultivan, a las sonrisas infantiles, a gratitud...
Este año he tenido suerte y podido disfrutar de las mejores cerezas que he comido nunca. No me han faltado durante toda la temporada, pero el verano llega, impasible, apenas sí quedan dos semanas para su llegada, y con él, las cerezas se despiden hasta el año que viene, dejando con su sabor, un reguero de sonrisas, de esos pequeños momentos dulces y ácidos, que la vida te da...
De repente se me ha ocurrido que tal vez la vida sea como un cerezo, lleno de flores blancas que al cabo del invierno se vuelven cerezas y nos llenan de sonrisas que se van con el calor que trae con él sandías dulces y acuosas, para volver al otoño anaranjado de mandarinas y clementinas y el invierno otra vez con sus flores, preludio de un nuevo tiempo de días largos y sonrisas de cereza y fresa...
Besos y sed felices.
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