Era una noche clara. La luna dejaba caer sus rayos, como pétalos de rosas blancas, sobre los tejados de la ciudad. Como cada noche, un gato de pelaje azabache y ojos brillantes y vivarachos, seguía sigiloso el camino que la luna marcaba con sus haces de luz. Buscaba la mejor atalaya para observar la noche.
En esa porción del firmamento, donde las estrellas duermen, un lucero se demoraba, llegando tarde a su cita con la noche. Era una estrella brillante, ni muy grande ni muy pequeña, de hermosos destellos rojizos y rebelde por naturaleza. Salió de su guarida, por un rincón secreto del cielo, sin que la vieran, y corrió por media bóveda, para colocarse en algún lugar donde otear tranquilamente la tierra.
El gato, miraba despistado el movimiento de los astros, la luna grande y jugosa, parecía una naranja en su punto de madurez. Esa noche no había aviones incordiando con sus luces. De pronto la vio, hermosa y destellante, correteando por medio cielo, a sabiendas de que ya era tarde. Se quedó embobado mirándola. Desaparecieron las demás estrellas, hasta la luna pareció volverse nueva. Sólo en el cielo estaba ella, con sus mil centelleos de colores, con esa sonrisa que sólo las estrellas tienen. Ella, desde allá arriba, se notó observada y paró su vuelo sin darse cuenta que casi choca con un lucero mucho más grande que ella. Vio al felino allá abajo, negro como la noche, su noche, mirándole con los ojos más brillantes que jamás hubiera visto, y no pudo seguir su camino, en cambio bajó un poco, y un poco más, sin darse cuenta, fue descendiendo hasta quedarse justo a la altura de la nariz del minino.
Se quedaron mirándose a los ojos, como si ella encontrara un nuevo universo y él, un nuevo hogar. Él ronroneaba apenas sin darse cuenta. Ella emitía dulces rayitos de luz en colores inimaginables. Si ella, súbitamente se dejaba llevar por la brisa, él daba dos o tres pasitos hasta volver a estar a su vera, ambos hipnotizados, rendidos a sus miradas.
Se dijeron tantas cosas sin palabras, se regalaron tantos besos sin llegar a rozarse, se concedieron tantos y tantos deseos, que hasta la luna de emoción lloraba, y el sol se demoraba en su escondite, por no romper el encanto mandando a la noche a su casa.
Nunca hubo noche más larga ni más hermosa que aquella. Los demás astros iluminaban con alevosía y esmero la escena. La luna cantaba, con su voz de imposibles armónicos y notas aterciopeladas, baladas tan hermosas que en todos los rincones se oían besos esquivos y abrazos traviesos. Y mientras, el Gato y la Estrella se demoraban en sus miradas y sus cariños, él cada vez un poco más separado de la tierra, ella cada vez un poco más alejada del cielo.
Pero nada es eterno, ni siquiera la noche más dulce de la historia. El día pedía permiso con timidez para ocupar su puesto. Las estrellas, agotadas, se iban yendo, una a una, hacia sus lechos. Hasta la luna tuvo que desistir, tras un apasionado encuentro con el sol, y marchar a dormir.
Sólo quedaban él y ella, que no podían separarse, por más que quisieran. Fue en ese instante que ella, haciendo caso omiso a toda ley de Cielo y Tierra, sacó un haz de luz hermoso y brillante de una de sus puntas, y se lo regaló al gato, que, nada más colocarlo en su lomo, sintió como era un poco menos gato alzando un poco el vuelo. Ya no le quemaba el roce de la piel de fuego de la estrella y pudo besarla suave y lento, ronroneando todo el tiempo. Fue entonces que él le dejó a ella un poco de su pelo, y entonces la estrella sintió que sus puntas tocaban el suelo, que podía andar y abrazar al felino sin peligro. Y así estuvo abrazada a él tan fuerte y tanto tiempo, que él creyó convertirse en lucero.
Después se miraron de nuevo, largo y tendido. En el cielo todos los astros se preguntaban que ocurriría entonces. En la tierra se oían maullidos y ronroneos, marujeando sobre el destino de la pareja.
Tras volverse a decir mil cosas sin hablar, comenzaron a caminar, lo suficientemente alto como para no tocar la tierra, lo suficientemente bajo como para no llegar al cielo. Se alejaron caminando hacia el sol poniente, ella con aire de felina, él con destellos de lucero, dejando entre tierra y cielo un rastro de besos...
Besos y sed felices